La amargura es de quien la reparte

Hace unas semanas hablé con una amiga-amiga, una amiga que lleva chorrocientos mil años ya en mi vida y yo en la suya. Con ella nunca hay que disfrazar lo que piensas ni perder el tiempo en rodeos; nos conocemos desde hace más de una década y ya no estamos para andar con indirectas.

Me contaba que se había dado cuenta de algo doloroso: durante buena parte de su vida había sido “la pobrecita”. La que despertaba compasión, o lástima, que no es exactamente lo mismo aunque a veces se siente peor. Y que ahora, que por fin es feliz, que tiene más de lo que en muchos momentos habría soñado, siente que la han apartado. Como si de repente ya no resultara tan interesante porque ya no es la que peor está del grupo.

Lo curioso es que no lo vive desde el drama, sino desde un aprendizaje raro, incómodo, pero liberador. Ha descubierto que el bullying adulto existe, como en el colegio pero con cañas, grupos de WhatsApp y sonrisas impostadas, y lo importante es que cada vez le afecta menos.

Estar en una terraza y que te anulen la conversación. Ese grupo de WhatsApp en el que a todo el mundo le responden con entusiasmo menos a ti. La certeza de que, incluso con más de treinta años, hay personas que siguen malmetiendo, organizando linchamientos pasivo-agresivos de andar por casa, y lo peor de todo: quienes lo ven y callan. El silencio cómplice. El clásico.

La diferencia es que ahora sabe que la amargura no está en quien lo sufre, sino en quien lo provoca. Y que cuando has puesto de tu parte y nada cambia, lo sano no es insistir, sino moverse. Cambiar de amistades, de aires, de trabajo, de pareja. Lo que toque. Porque el tiempo cada vez pasa más rápido y no estamos para desperdiciarlo en personas que solo saben hacer daño por puro aburrimiento.

Ane Fano Dadebat2 Comments