La obra (casi) completa
Las frases que más duelen casi siempre llegan de la gente cercana. No porque tengan razón, sino porque pesan como muebles viejos. Se instalan en la cabeza, en el pecho, y ya no hay quien las mueva. A veces hieren porque te reducen a una estadística: una cuña mínima disfrazada de retrato completo. Otras porque no te conocen, o porque llevas tanto tiempo representando un papel que ya ni tú distingues si sigue siendo actuación o costumbre.
A mí me gusta el silencio. Mirar al techo. Estar en casa, ver las mismas series una y otra vez, recitar diálogos de Gilmore Girls en piloto automático, llorar en los mismos capítulos como si no supiera lo que viene. Saber que Marta Jiménez Serrano publica un libro nuevo en enero. Me gustan los discos enteros, de la primera canción a la última. No quiero trailers, quiero películas largas.
Confieso que siento una microansiedad cuando releo un libro. Es como si estuviera siendo infiel a todos los que me esperan en la mesilla. Sé que, en términos de productividad, es perder tiempo. Pero vuelvo igual, como quien llama a una amiga sabiendo perfectamente cómo termina la historia y aun así prefiere escucharla de nuevo.
Me gusta la gente, pero en pequeñas dosis. Cuando estoy con alguien entrego todo: atención, energía, chorradas. Y después necesito desaparecer, no por drama, sino por mantenimiento básico. Paso la mayor parte de la semana sola y lo disfruto. Socializar es importante, pero también lo es quedarse callada hasta que reaparece la voz propia.
Los deportes de equipo no son lo mío. Tampoco la competición. Los gritos me aturden, me bloquean. Prefiero el sofá mirando al vacío o la cama que me dice lo que necesito sin levantar la voz. Dormir no te hace vaga, te hace honesta. Y es gratis.
Hay pocas personas que han visto todas las versiones la pública y la doméstica. Hay quien, tras una pregunta, lo explicó una vez con tanta claridad que me bajó la ansiedad en un segundo. En casa soy silenciosa, relajada, duermo mucho y no necesito que el mundo me llame cada cinco minutos. Duermo, y ya está. Duermo bastante.
Por eso algunas frases duelen. Porque apuntan a la máscara y fallan a la persona. Porque confunden ruido con esencia. Yo soy más el techo blanco con la bombilla colgando al que miro, el capítulo que se repite, el disco que no salto, las horas mudas en las que sigo estando.
Ni siquiera todo esto es la obra completa. Los diálogos que me sé de memoria, el sofá que no protesta, las desapariciones estratégicas, el regreso íntimo. A veces la mejor forma de conocerme es dejarme dormir. Y cuando despierte, empezar otra vez, despacio, como quien coloca la aguja al principio del disco y se queda a escuchar.