Pensé que era salud mental, pero era neoliberalismo emocional
Hace unas semanas se hizo viral un vídeo o igual era un tuit, o una columna en Cartas a la Directora de El País, sobre cómo hemos convertido la salud mental en una especie de disfraz de carnaval: ansiedad, depresión, ansiedad, depresión, ansiedad, ansiedad. Como si no hubiera más enfermedades mentales. Como si no existieran la esquizofrenia, el trastorno límite de la personalidad, el trastorno bipolar o la agorafobia, que solo salen en los medios cuando hay un crimen, un reality, o la Britney de 2007 de por medio. Cuando el asunto se complica, cuando escuece, ahí ya no nos gusta tanto hablar.
La crítica iba, sobre todo, hacia los influencers y su repentino fervor por la apertura emocional. Se abre hilo. Se abre corazón. Se abre herida. Y siempre termina igual: “Tengo que pensar en mí”. Ese mantra repetido como si viniera en una taza de alguna de las chorrocientas marcas motivacionales que si un día me regaláis la rompo como Broncano en La Revuelta: “Me tengo que poner a mí primero”. Que sí, que suena muy empoderador, pero a mí me angustia. Me ahoga. Me chirría como el WhatsApp de tu ex a las 3 de la mañana.
Yo he ido a terapia. Durante un tiempo largo. Por motivos que no vienen al caso, porque tampoco quiero parecer la protagonista de un post de Instagram con fondo beige. Y sí, en algún momento, también me dijeron eso de que tenía que pensar en mí. Lo apunté en la libreta. Lo intenté. Pero hay días en los que me pregunto si hay gente que va a terapia solo para tener coartadas. O peor: si directamente se inventan lo que les dice su terapeuta para justificarse. Porque todos conocemos a alguien así. Personas con actitudes de villano de telenovela turca que te sueltan con toda la paz del mundo: “Mi psicóloga me ha dicho que tengo que priorizarme”. Y tú por dentro pensando: pero si es lo único que haces, Jose Luis.
El otro día me quedé dándole vueltas a algo que me pasó. A cómo reaccioné ahora y a cómo habría reaccionado hace unos años. No sé si esto es madurez (si lo es, ya tocaba, porque una tiene una edad y las canas no salen gratis), pero me di cuenta de que he vivido toda mi vida con el freno de mano emocional puesto. Midiendo cada palabra, cada gesto, cada silencio (o todo lo contrario), no sea que alguien se lo tome mal. Una especie de educación afectiva nivel ninja (y esto no quiere decir ni por asomo que lo haya hecho bien, no). Y encima, como he vivido en varios sitios y soy de ventas (después de algún tiempo como solutions), lo mío era una mezcla entre consultorìa emocional freelance y espía internacional: seguimiento, backchanneling, gestión de cuentas humanas. Siempre al día. Siempre alerta. Siempre conectada. Qué agotamiento.
Hasta que un día pasa algo. Algo que te rompe un poco. Y no tienes fuerzas para hacer el Excel emocional de los demás. Lo cuentas, porque aún crees en eso de compartir. Pero pasa el tiempo y nadie te pregunta. Nadie hace follow-up. Como mucho, un emoji de corazón. Perdón por hablar en jerga comercial, pero he vuelto a trabajar después de unos meses de pausa y ahora mismo soy básicamente un sketch de Pantomima Full con Wi-Fi.
No me ha pasado solo a mí. Tengo la suerte de tener una amiga que vive casi pared con pared y que un día me dijo: “Cuando te vas, todo eso, de alguna forma, se queda atrás. Y te toca construir con lo que tienes delante” (he puesto comillas, pero no fue literal, metió alguna palabrota y en mitad de un momento bocata de humo). Lo he pensado mucho. Sobre todo porque llega un día en el que dejas de preocuparte, o de dolerte, o de preguntarte si es que ya nadie pregunta, o es que tú ya no quieres que nadie lo haga.
Y me queda la duda: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? ¿La gente empezó a ponerse por delante porque el mundo se volvió más egoísta? ¿O el mundo se volvió más egoísta porque todos empezamos a ponernos por delante? ¿Estamos tan ocupados mirándonos el ombligo que no vemos las heridas ajenas, salvo que encajen en el algoritmo?
No lo sé. Pero si lo averiguo, prometo hacer un post llorando con música de piano y subtítulos en blanco.
O igual no. Igual solo lo escribo aquí y ya.
*Un besito en los ligamentos al mensaje que más me ha animado a escribir esta semana